Leyendo un comentario de Henar sobre la proliferación de programas de cámara en mano, recordé un libro que leí en la facultad, Antropología de la Pobreza, de Oscar Lewis.
Es un estudio, casi novelado, sobre cinco familias mexicanas a finales de los años cincuenta. Una vive en una comunidad rural, otra en el extrarradio de la ciudad, y así sucesivamente, reconstruyendo el proceso de éxodo ante la falta de expectativas en el campo. La última familia, también de procedencia humilde ha logrado una posición acomodada y vive, ahora, en una colonia de clase media.
Cuando se refiere a las familias más pobres el autor se detiene en lo sacrificado de su existencia, en las caminatas para llegar al mercado, en lo laborioso de su existencia y trata, en definitiva, de comprender y explicar la falta de oportunidades, el analfabetismo, la alcoholización de alguno de sus miembros, buscando la empatía con el lector.
Pero al llegar a la última familia todo esto cambia, nos presenta a unos seres caprichosos con costumbres de nuevos ricos que según vamos conociendo nos resultan cada vez más desagradables.
Al pobre no se le envidia nada, pero sí que vemos en él las virtudes de las que carecemos. En cambio en aquellos más cercanos vemos esos mismos defectos en los que nosotros caemos con mucha facilidad.
Por eso , en general a mi no me gustan los programas de cámara en mano, tan simplones y repetitivos, tanto en las temáticas como en el modo de exponerlas. Vemos en ellos, no ya las chabolas o los decampados que no queremos visitar, sino las grietas y las goteras que no queremos tener, y se conforman con mostrarnos una charleta rápida con la gitana, el yonqui, el emigrante, la prostituta, el afectado o el estafado que no queremos llegar a ser ser.
Pero todo muy en su sitio y luego, adios y suerte.
Es como lo de disfrazarse de pobre durante tres semanas.
Como decía Thomas Mann en la Montaña Mágica, una persona sana nunca podrá entender al enfermo.